Coleccionar implica agrupar cosas/objetos. De allí el que se defina una colección como el conjunto de varias cosas de una misma clase o de cosas que poseen características comunes. El coleccionismo está asociado a la selección, depuración, o a la exclusión. Tradicionalmente las cosas en una colección remiten a otro espacio-tiempo, a otro contexto, casi siempre al pasado o a veces al futuro. A través de ellas los individuos establecen relaciones diferenciales, eligen o discriminan construyendo un sistema discursivo que se fundamenta en la repetición. El coleccionista privado, por ejemplo, hace con las cosas una serie, las ordena y clasifica para otorgar un sentido dentro del conjunto o para “proyectarse” en los objetos colectados, como la mayoría de los investigadores culturales interpretan —bajo la perspectiva psicoanalítica— el acto de coleccionar. Así también, en el caso de colecciones públicas, en los Museos o instituciones del Estado, por ejemplo, se colecciona, como política nacionalista, para preservar una identidad, para enaltecer y extender la ‘autenticidad de las culturas o de las razas’. En nuestra era de globalización, algunos Estados coleccionan para establecer diferencias culturales o para connotar un pensamiento político de inclusión, “pluralidad” o tolerancia. En Estados tutelados bajo ideologías totalitaristas como el Tercer Reich se coleccionó bajo la peligrosísima ambición de depurar la raza, de ahí el Holocausto. También existen otros Estados que poseen como gestión cultural coleccionar y lo hacen siguiendo el fatídico paradigma de enaltecer identidades o nacionalidades y difundirlas como si fuesen “puras”; obviando que la historia de la humanidad y de las civilizaciones se fundamenta en la interminable mezcla de culturas.
La práctica de coleccionar se encuentra sujeta a relaciones sociales, culturales, políticas y económicas y varía de acuerdo con situaciones históricas específicas. Se colecciona siguiendo modas o gustos, y como acotamos antes, según modelos de pensamientos dominantes, de ideologías. Esto último se hace evidente cuando es un Estado, en este caso el venezolano, el que tiene la iniciativa de coleccionar, pero no obras que remiten al pasado artístico del país o sobre tecnologías futuras, sino para mostrar “… lo que nuestros artistas plásticos realizan en este momento”1. A este grupo de obras se les ha denominado: Colección Presidencial. Graficas Venezolanas, 2004. Esta colección también posee un catálogo con el mismo nombre.
La originalidad de esta colección reside en que no es una colección, sino doscientos grupos de o lotes de obras, es otras palabras, doscientas (200) colecciones. Las obras fueron realizadas por cien (100) artistas venezolanos, quienes trabajan con diferentes medios de expresión visual. Algunos de ellos con la gráficas; otros son pintores —“artistas populares” y “plásticos” como se indica en el catálogo—; ilustradores o ceramistas. Cada artista certificó 200 piezas, las firmó y numeró. Por lo tanto, cada colección se encuentra conformada por 100 ediciones y, en general, la Colección Presidencial. Graficas Venezolanas, 2004 está compuesta por veinte mil (20.000) obras enmarcadas; algunas, no todas, poseen pass-partout, cañuela, vidrio y colgadores de pared para sujetar cada pieza. También, cada colección cuenta con una caja —como lo ilustra el catálogo— diseñada a manera de guacal, que permite un transporte seguro y es acompañada por el catálogo. Obviamente éste se encuentra ilustrado con las 100 obras de la colección; e incluye: una presentación realizada por el actual Ministro de Cultura; nombre y pequeña reseña curricular de cada artista; lista de obras; breve historia de la grafica en Venezuela; una descripción de las causas de deterioro de las obras sobre papel y finalmente un glosario de términos sobre obras gráficas. El catálogo esta explícitamente dirigido a los “destinatarios” de la colección. No se encuentra en librerías del Estado como Kuai Mare (librerías el Perro y la rana), ni en las bibliotecas del Museo de Bellas Artes o del Museo Alejandro Otero, por ejemplo.
Para tratar de describir esta vastísima “colección” de obras sobre papel, sin precedentes en la historia y la producción del arte gráfico venezolano2, es necesario empezar por formularnos unas simples preguntas: ¿Que tienen en común las obras? ¿Qué medio de reproducción técnica fue usado para la impresión? ¿Cuál es el objetivo de la colección y cuál su procedencia? ¿Quién la creó y le otorgó un nombre? ¿Cuál es su argumento pictórico? ¿Dónde ha sido re-socializada (lugar donde se expone)? ¿Cuál es su audiencia y difusión?
Aparentemente las características en común de ese grupo de obras son: 1. fueron realizadas por artistas venezolanos contemporáneos en el 2004, 2. poseen dimensiones similares, son casi cuadradas, la mayoría de ellas miden entre 44.5 x 45 cm y 35.5 x 45 cm, y 3. son obras graficas, aunque “el original” pudo haber sido una pieza en cerámica o en lienzo3. Algunos de esos originales fueron fotografiados para ser posteriormente impresos de manera artesanal en planchas metálicas —grabado— o en pantallas de seda—serigrafía—, en el Taller de Artes Gráficas (TAGA). Pero la mayoría de las obras, el 75 %, fueron reproducidas de manera mecánica con la técnica offset o litografía industrial, la misma que se utiliza para imprimir de forma masiva calendarios, por ejemplo.
Las otras simples preguntas las responde acuciosamente el Ministro de Cultura, Farruco Sesto, en la breve presentación del catálogo. En relación con el título de la misma, dice, “no recuerdo con exactitud cómo surgió el nombre… Lo cierto es que debemos reconocer lo ajustado del mismo. Pues surge como un programa especial auspiciado por el Presidente…”4. En cuanto a los objetivos y procedencia de las obras, agrega: “…surgen del pueblo…”. Las doscientas colecciones tienen el fin de ser expuestas en “hospitales, cárceles, cuarteles, colegios, universidades y otras instituciones de nuestra vida colectiva (para) alegrar y enriquecer sus espacios, para dignificar las arquitecturas, que con mucha frecuencia son mezquinas y hostiles” (mi énfasis).
En palabras de Sesto la colección es re-socializada en los espacios de reclusión y detención. Ella es expuesta no sólo en los lugares donde se fragua la represión, sino también donde ésta se ejerce, en las cárceles —esperamos que sin vidrios—, en el ámbito de la conversión ideológica, o en el lugar de espera de un largo proceso penal, donde “amablemente” se transforman las conductas y donde han muerto en lo que va de año casi 200 “reos comunes”. La colección, además, se ha re-socializado y colectivizado en centros de asistencia —en el Hospital Vargas—, allí donde prevalece la miseria y la necesidad como forma de violencia; ha sido destinada también a locaciones donde se recibe instrucción académica y es expuesta en instituciones administrativas —en el lobby de la Alcaldía Mayor, aunque actualmente no se encuentra allí; donde se ejercen tramites burocráticos que agilizan nuestra convivencia colectiva y social. En resumen, la colección se expone en aquellos espacios públicos donde la “gente sencilla” —en palabras del Ministro— recibe la cuota de felicidad que le proporciona el Estado, para “unir generosamente el arte y el pueblo, que nunca han debido separarse”.
¿Pero como logra el Estado unir el arte con el pueblo? Recurriendo a dos estrategias vinculantes: 1. El Estado, siguiendo los criterios y prácticas de la “nueva museología”, extrae al arte del espacio del museo, el regazo del arte moderno por excelencia, y lo lleva a la comunidad y 2. Reproduce la obra de arte de manera masiva, a través de la impresión gráfica mecánica y artesanal. Hasta aquí el “Estado como curador o comisario” asume una aptitud casi “posmoderna” al tratar de alterar el paradigma de la modernidad —que tanta tinta ha hecho correr en los análisis y teorías culturales en los últimos veinte años—. Pretende borrar la bipolaridad entre: elite/popular; centro/periferia; autentico/inauténtico, único/seriado; exclusión/inclusión. No obstante, en el intento de eliminar esas oposiciones el Estado exalta y refuerza la idea del arte moderno, no sólo como productor de emociones estéticas, o de “la belleza como arma de combate” y producto de la “imaginación del artista revolucionario” (Sesto: catálogo); sino también como legitimador de la autoría y mitificador de la genialidad del artista. No en vano, como se dijo antes, cada artista certificó y numeró 200 obras. El autenticar es una manera de definir roles sociales, de distinguir al “genio romántico” del común de los mortales –en nuestro caso de los subordinados–. Con ella se afirma y repite el modelo discriminatorio y colonialista de la modernidad en el arte y se refuerza la individualidad de los artistas de sus identidades y diferencias. Particularmente se agudiza la alteridad, entre los mismos artistas, en la manera en que ellos y ellas son clasificados en el catálogo, siguiendo la taxonomía de los juicios críticos de las elites = las “bellas artes”: “artista populares”, “pintor”, “artista plástico”, “gráfico”, “ceramista”, “ilustradora” o “grabador”.
La reproducción en serie de obras, como lo sugirió Benjamin en 1936, anula la idea de obra de arte autentica, fruto de la creación o genialidad y elimina la perennidad de la misma, que viene a ser la matriz del arte moderno. Al mismo tiempo, a través de la reproducción masiva, la obra de arte abandona su valor de culto y su existencia o presencia irrepetible en un lugar especifico, ya sea iglesia o museo, para dispersarse en cualquier espacio privado o público. Pero, paradójicamente, aunque la Colección Presidencial se exhibe en el ámbito social de aquellos que no tienen acceso al poder hegemónico —si es que existe un espacio social/político en las cárceles, en los cuarteles y en los hospitales—, artistas y Estado-comisario no se atreven en esta colección a abandonar la idea del “arte autorizado”, o quizá le tienen temor y terror a la cultura visual anónima, a la copia, a la réplica y particularmente a los impresos realizados con la técnica offset. La mayoría de las obras que conforman esta colección son reproducciones mecánicas, como dijimos antes, y una vez más autografiadas. Como hecho curioso, la técnica offset no se encuentra en el glosario de métodos de impresión grafica. Quizás su ausencia delata una posible aprensión por parte del Estado de aquellos procesos fotomecánicos que sí han tenido y tienen contacto con la masa, la publicidad como producto de cultura popular, y que pueden ser mas persuasivos que la obra de arte. Pero quizá el recurrir a esa técnica de impresión, menos costosa aun que los bajísimos precios que alcanzan en el mercado las obras gráficas en general en Venezuela, es una manera de reiterar los parámetros posmodernos del arte, como desecho, basura, efímero, no en vano “la calle es el museo” y “el museo en la calle”, —nuestras calles caraqueñas— como indica una obra de arte que recientemente participó en la “II Megaexposición”. Esa visión imperecedera del arte se agudiza en las condiciones ambientales donde las obras son expuestas de manera permanente: al sol, a altísimas temperaturas, como también a altos porcentajes de humedad en el ambiente de nuestro trópico, y a la lignina de los marcos de la madera, que se encuentra en contacto con el papel activando su descomposición5.
Paradójicamente en esta colección, que se expone en el lugar marginal, los subordinados del régimen, por razones económicas, políticas y procesales, tienen la posibilidad de comulgar no sólo con los emblemas de la iconografía “divina” (con el Che, Zamora, Bolívar, Miranda, Andrés Bello, con centauros o palomas picassianas), tal como en el medioevo los fieles cristianos contemplaban en las imágenes su propia fe o la divinidad, sino también con representaciones pictóricas de la más pura tendencia abstraccionista, acuñadas en el territorio del “imperio”, el lugar por excelencia del arte moderno6. Pero sobre todo domina el color rojo, el cual está representado de todas las maneras posibles, desde temas figurativos hasta abstractos: en barriles de petróleo, en pájaros, naturalezas muertas, en pisos o techos, en “Rojo geométrico”, “Rojo en progreso”, y en el rojo de la bandera. Y como en el umbral de era moderna, cuando los objetos de arte se extrajeron de los espacios privados y se trasladaron a los museos, al espacio público, así también el Estado venezolano sacraliza el espacio de la enfermedad, del trámite burocrático, del soldado, del militante revolucionario, del detenido, y tiene como misión civilizadora —se repiten los actos, sólo cambian los actores— decorar y ornamentar la pobreza, feminizarla con 100 obras a color que, parafraseando a Sesto, “dignifican el espacio”.
Si tradicionalmente las obras en las colecciones funcionan dentro de un sistema de objetos capitalista de desarrollo, la Colección Presidencial es una manera de capitalizar al subalterno.
Revista El Puente, número 4, Caracas, 2006.