Un país, una región, una ciudad que no tiene cine [fotografía] documental, es como una familia sin álbum de fotografías.
Patricio Guzmán.1
En Venezuela, la iniciativa de otorgar un premio nacional a la disciplina fotográfica surge en 1990, bajo el gobierno de Carlos Andrés Pérez (1989-1993), a través del Departamento de Cine y Fotografía del CONAC (entonces dirigido por Ildemaro Torres). El galardón ha sido recibido por fotógrafos cuya producción fue desarrollada entre 1940 y la década del 2000, y sobre todo por artistas activos entre 1970 y 1990. El premio, además, ha sido concedido a fotógrafos extranjeros radicados en el país, cuyas extraordinarias imágenes han contribuido a perfilar y reforzar una iconografía sui generis de las artes visuales del territorio. Entre 1990 y 2001 el premio fue entregado anualmente, y desde esa fecha es bianual.
Múltiples temáticas de Venezuela conforman el universo visual de los premios nacionales de fotografía 1990-20142. Las diferentes propuestas y trabajos fotográficos de los diecisiete fotógrafos galardonados testimonian y configuran una biografía-álbum visual del país desde la década de 1940 hasta el inmediato presente. La biografía está hecha de trozos, pedacitos y fragmentos que, registrados desde los más diversos puntos de vista, vertebran un territorio social y culturalmente contradictorio, de altos contrastes. En este libro, compendio o inventario, están representadas zonas geográficas, espacios rurales, urbanos, públicos o domésticos, retratos, autorretratos, artes escénicas y deportes; contextos en los que se desarrollan sucesos y que para nuestra fortuna han sido conservados por fotógrafos. Utilizo el término “fortuna” para significar que, mediante la fotografía y las fotografías aquí publicadas, es posible restaurar memorias, acceder a constructos de país y hasta afinar ideas o conjugar visiones que permiten trazar la praxis fotográfica local de los últimos sesenta años. Si la fotografía es un documento notariado en exposiciones y publicaciones, aquí tenemos la oportunidad de apostillarlo.
El hilo conductor que enhebra los trabajos es Venezuela, y su trama es anudada por imágenes hechas por los fotógrafos bajos distintos ejes de interés temático; sin embargo, todas se registran desde la tendencia fotográfica documental, con sus heterogéneas puntas o formas, incluyendo la corriente documental-conceptual. Los fotógrafos examinan campos etnográficos, sociales, paisajes, arquitectura rural y urbana. Representan individuos o grupos humanos, actividades cotidianas o anónimas y se vuelcan, también, a los reportajes deportivos y sociales. Cada artista, cualquiera sea su punto de vista, desarrolla un discurso autoral. En algunos casos, interpretan identidades y modos de vida; por ejemplo, en el campo, en comunidades indígenas, espacios marginales o áreas urbanas. En otros, los autores estetizan documentos reproducir vestigios, ruinas o paisajes. Asimismo, en el caso de los retratos, los fotógrafos intentan captar las cualidades expresivas del sujeto o utilizar las imágenes como medio de construir metáforas, representar contradicciones sociales, crear discursos autobiográficos, aproximándose a la realidad y exponiéndola de acuerdo a una estética analítica.
Examinando la poética documental utilizada por los fotógrafos para reestilizar y trasmutar la realidad venezolana, encontramos temáticas similares y desiguales en las propuestas de los premiados, lo que nos permite indagar o trazar, brevemente, un inventario del ejercicio fotográfico.
La arquitectura colonial, el paisaje y los habitantes son los temas de Alfredo Boulton (1940-1950). Los tópicos de Boulton encuentran resonancia –a treinta años de distancia– en las fotos de Ricardo Armas (1976). Ambos afinan la realidad, apegados a la estética documental formalista. Registran escenas rurales, ruinas y vistas con cualidades pictóricas que generan en el espectador admiración por un pasado perdido a restablecer mediante la imagen; a través de sus fotos es posible restaurar un imaginario de país cercano a la nostalgia. La forma pura, afín a la tendencia fotográfica formal-modernista de los años 40, está representada por las fotos de Fina Gómez, El Barco encallado (1964), y su eco, esta vez en la luz, se expande en los iridiscentes paisajes surrealistas de J.J. Castro, fotografiados con película infrarroja. Audio Cepeda recurre al más clásico formato de representación: el retrato, sin contexto, como patrón de forma expresiva; mientras que en Crímenes de paz (1976), Luis Brito capta el mísero manicomio de Anare, a fin de visualizar el dolor y el abandono de enfermos mentales. En contraste al sufrimiento extremo representado por Brito, la belleza coreografiada de cuerpos suspendidos y la actuación teatral es fotografiada por Miguel Gracia (1966-2001).
Sebastián Garrido, como Armas, enfoca su atención en los habitantes del medio rural –campesinos, trabajadores manuales, fiestas patronales– para desarrollar una propuesta de características etnográficas, en el sentido de que observa prácticas culturales de grupos o individuos con el propósito de reivindicar e interrogar lo local y edificar nociones de identidad nacional. Esta tendencia descriptiva, que denominamos documental-etnográfica, también es trabajada por Thea Segall al tratar de entender los modos de vida de la comunidad indígena yekuana, en la serie El casabe (1979). Bárbara Brändli, en Los páramos se van quedando solos (1981), la usa al detenerse en interiores de casas de los Andes, en sus habitantes, oficios y ocios y en la topografía de la tierra cultivada. La renueva Joaquín Cortés al fotografiar las condiciones laborales de los mineros, en El oro del dorado (2005), y en las imágenes de ceremonias wayúu (2005) de la Guajira venezolana.
Antolín Sánchez, haciendo de lo ordinario extraordinario, repiensa la ciudad de Caracas. En Tarot Caracas (1980) utiliza el collage y el gran formato para hacer que el material documental adquiera características de tableau. La estética documental analítica, afín a la tendencia conceptual fotográfica, es empleada por Paolo Gasparini en un grupo de imágenes que tienen un irónico y peculiar título: Los hijos de Bolívar (1960-1990), mediante las cuales relata las contradicciones sociales del país y, utilizando temas de contenido político, hace que la política se infiltre en la propuesta que también ocupa un lugar en el arte. Las fotos de José Sigala, son también equivalentes a la tendencia documental analítica, son reportajes gráficos que se transmutan en análisis social: la fotografía de la élite caraqueña en su entorno doméstico, traduce, el imaginario del buen gusto, apunta a una crítica sobre la alta sociedad; además, el fotógrafo aquí asume el oficio de etnógrafo urbano, registrando manifestaciones de la cultura popular, mises (María Antonieta Cámpoli, 1972) o a Mr. Músculo (1977), que incluye en el espacio reservado a la alta cultura. También adscrito al género del reporterismo, José Sarda enfoca su atención en la gráfica deportiva, en el día a día del suceso periodístico. Por su parte, Federico Fernández en Inaugurando (1979-1981) hace una propuesta satírica el status quo que desacraliza las prácticas socio-culturales del país; dirige la atención hacia lo documental “diarístico”, como Sigala, expone la cotidianidad de algunos notables en el Museo de Ciencias y en el de Bellas Artes. Claudio Perna, apasionado por la impronta, altera y subvierte el carácter documental de la fotografía y experimenta con las posibilidades de reproducción e instantaneidad: añade texto o interviene con color la superficie de las fotos, a fin de interpelar las nociones de originalidad, autor, identidad, territorio e historia.
El múltiple repertorio sobre el país –en esta ocasión desplegado en un gran álbum familiar por John Lange– da cuenta de una poética realista transformada, visionada, alterada, interrogada y duplicada mediante la curiosidad de diecisiete fotógrafos por la realidad y sus contextos inmediatos.