En el grupo de fotografías que conforman la muestra Edificio Progreso, Lisa Blackmore enfoca su atención en el registro de la identidad gráfica de compañías distribuidoras de alimentos (Supermercados Cada o Éxito, por ejemplo); en edificaciones (“La Francia”, “Edificio Progreso”, “Hotel Catedral”, “Torre la Previsora”, “Sambil de la Candelaria”); en uno de los íconos de consumo transnacional, la bola Pepsi ubicada en la Torre Polar II (que en estos momentos está siendo desmantelada); en las fachadas de los museos o en el estropeado y profanado pedestal donde estuvo, desde 1934, el monumento “Colón en el Golfo Triste”, derribado por un grupo de oficialistas, hace seis años, en Plaza Venezuela.
Blackmore, en esta serie, elabora un inventario de edificios ubicados en el oeste de la ciudad a través de sus representaciones gráficas: en las cuadras adyacentes a la Plaza Bolívar, en la avenida Urdaneta o en Plaza Venezuela. Registra aquellos que han perdido recientemente su titularidad por mandato de Hugo Chávez. Al mismo tiempo que Chávez expropia la identidad legal de los comercios, confisca y destruye las referencias iconográficas que forman parte de la subjetividad no solo de quienes viven y trabajan en la ciudad, sino también de aquellos que vienen a Caracas a realizar trámites en los ministerios públicos ubicados en el centro. A través de esas acciones de apropiación, el presidente ha usurpado no solamente la propiedad del dueño, también la memoria inmediata de la clase media y de la clase popular, quienes son, por lo general, los transeúntes del oeste de la ciudad. Quienes buscan trabajo en esa zona, pues es allí donde se encuentran las oficinas de la administración pública, junto a locales comerciales de venta al por mayor, o los que van al oeste a comprar cualquier cosa porque es más barato que en el este.
En Venezuela, donde se enaltece al “progreso” a través de la “urbanidad” que impone la arquitectura civilizada, las fotografías de Lisa están alejadas tanto de la representación melancólica como de la archiconocida narración de la “modernidad” arquitectónica o las entusiastas discusiones sobre cultura urbana. Y si bien parecen tomar como referente concreto el espacio inmóvil de los edificios, el sentido último de las imágenes se encuentra fuera de lo que representan: orientan la lectura al inmediato espacio y tiempo, a un contexto que delata la degradación actual del Estado.
Las fotografías de Edificio Progreso no son bellas –aunque están bellamente enmarcadas– ni tampoco souvenirs. Con ellas se constituye un repertorio cuestionador de las políticas de la administración del gobierno Bolivariano.
Conviene recordar que las imágenes fotográficas movilizan esencialmente la memoria afectiva cuando representan elementos familiares o del pasado individual, pero cuando documentan un pasado colectivo o se erigen en documentos certificadores de hechos, las fotos ponen en circulación otros significados, que no necesariamente inducen actos evocadores. Las fotos de las montañas de cadáveres tomadas después de la liberación de los campos de concentración nazis, por ejemplo, más allá de sugerir dolor, narran el horror del ejercicio del poder totalitario. El significado de esas fotos salta la barrera de la muerte infligida y se deposita en la violencia del agresor y sus aliadas e intrincadas patologías. Así mismo, y salvando todas las distancias, la fotos de Edificio Progreso no están destinadas a recordar o reactualizar el mandato del “prohibido olvidar”, ni tampoco pueden ser concebidas como “regalos que dan testimonio de buen afecto” –que es una de las acepciones del término souvenir–, que podemos trasladar a la casa para recordar un determinado lugar y tiempo. Estas fotos certifican, testifican y amonestan al dedo apuntador.
Finalmente, Blackmore estructura un discurso bajo la mirada del antropólogo contemporáneo y sin establecer relaciones de alteridad, nos ofrece un muestrario que relata la inmediatez, nuestro día a día. Una cotidianidad troceada, desvencijada y descolorida, pero acertadamente enmarcada en cajas acrílicas donde cada imagen se encuentra suspendida –excepto las de las fachadas de los museos caraqueños–. Pareciera que estos dispositivos y las desteñidas imágenes –tomadas con película polaroid vencida– son una trampa que atrapa al espectador porque, por un lado, hacen que el documento gráfico parezca antiguo –que nos lleva a evocar– y por el otro, el reportaje adquiere valores de discurso estético hecho para la pura contemplación, sin utilidad práctica, para recordarnos una de las funciones primigenias de los museos y galerías, transformar los documentos en obras de arte, únicos, originales y de autor.
Galería El Anexo. Caracas, 5 de julio 2010